La belleza de la sangre

Escuché por primera vez de Elizabeth Bathory recientemente, al leer la noticia de que iban a hacer una película de su vida. Como no sabía quien era busqué información, y mi malsana curiosidad obtuvo recompensa: tras ese nombre se encontraba una historia realmente interesante (y tenebrosa). Quería compartir con ustedes todo lo aprendido, pero ya hay numerosos blogs (incluso la Wikipedia) que escribían brillantemente sobre ella, por lo que he hecho copy&paste de uno de ellos (”Días del futuro pasado“). Yo sólo he sintetizado un poco su texto y he añadido algunos detalles extras sacados de otras fuentes, por lo que pido encarecidamente que visiten el fantástico blog del autor.

Elizabeth Bathory nació en 1560 en una prestigiosa familia de Transilvania. Una rama de su familia estaba emparentada con el rey de Polonia y la más alta aristocracia de Hungría, mientras en la otra rama abundaban alquimistas, hechiceros y adoradores de Satanás. Casada desde los once años con el conde Ferencz Nadasdy (que tan sólo le doblaba la edad), se dice que a los trece tuvo un hijo ilegítimo con un sirviente, quien fue castrado y echado a los perros.
El hogar del matrimonio fue el Castillo Csejthe, en los Cárpatos. El conde prefería el fragor de la batalla a la vida palaciega y marchó al combate, ganándose el título de Héroe Negro de Hungría. Al quedarse sola, la condesa dio rienda suelta a sus dos grandes aficiones: ponerle los cuernos a su marido con jóvenes de ambos sexos y llevar a cabo experimentos ocultistas. En esta época Elizabeth era ya una mujer de singular belleza, a la vez que poseedora de un buen caudal de conocimientos esotéricos.
Ante la persistente ausencia del conde, se buscó un amante estable, al que se describe como extremadamente pálido y delgado y con afilados colmillos, lo que le valió el simpático apodo de “el vampiro”. Esta relación acabó cuando el marido regresó a casa. Elizabeth tuvo que limitarse a “coquetear” con sus doncellas, pero añadiendo el sadismo a sus prácticas.
Se cuenta que fue su propio marido quien le inició en el “arte” de la tortura, un medio para conseguir la disciplina del servicio, de modo que cuando ella comenzó a hacerse con el gobierno del castillo lo puso a prueba introduciendo agujas bajo las uñas de las doncellas.
En 1600 murió el conde Ferencz, unos dicen que en la batalla y otros que envenenado o víctima de un conjuro. Elizabeth tenía cuarenta años y empezó a obsesionarse con la vejez y la pérdida de la belleza. Fue entonces cuando un hecho fortuito vino a provocar el definitivo descenso a los abismos de Elizabeth Bathory.
Cuentan que una de las doncellas que estaba peinando a la condesa le dio un tirón de pelo. La condesa, ejercitando sus derechos de ama, le pegó un bofetón que hizo sangrar a la muchacha de forma que algo de sangre salpicó la mano de Elizabeth. La condesa creyó ver que la parte de su piel regada con la sangre de la doncella había recuperado la tersura de su juventud, así que sin pensárselo dos veces ordenó degollarla y llenar con su sangre una tinaja para bañarse en ella. La experiencia debió ser satisfactoria, ya que repitió la operación con la sangre de otra muchacha y luego con otra y otra. Bathory pensaba que había descubierto el secreto de la eterna juventud: darse periódicos baños de sangre.
Durante diez años, los siniestros ayudantes de la condesa secuestraron a más de seiscientas jóvenes campesinas a las que extrajeron la sangre para rejuvenecer a su ama. Unas veces las colgaban en una jaula de hierro y las agujereaban el cuerpo para que la señora se duchara con su sangre. Cuando la víctima en cuestión parecía sana la mantenía con vida en el sótano durante años para convertirlas en fuente continua de sangre que beber. Tras bañarse en la sangre ordenaba a sus sirvientas que le lamiesen la piel. Si las chicas no hacían ascos las recompensaba, pero si mostraban cualquier mueca de repugnancia, las torturaba hasta matarlas.
A la Bathory y sus secuaces se les presentó un problema: qué hacer con los cadáveres. Al principio los enterraban de noche fuera del castillo; más tarde fueron amontonándolos en los sótanos; con el tiempo se les fueron acumulando tantos que se limitaban a dejarlos tirados en cualquier parte. Por otro lado, el tratamiento rejuvenecedor seguido por la condesa no daba los frutos esperados por lo que la convencieron de que en vez de sangre de vulgares aldeanas debía emplear la de jóvenes de noble cuna. Eso fue su perdición: sacarle la sangre a las clases bajas está permitido, pero los aristócratas eran intocables. Así, los crímenes fueron finalmente denunciados, el rey Matías de Hungría ordenó asaltar el castillo.
Los soldados encontraron en el suelo del salón una joven muy pálida que se estaba desangrando. Tenía el aspecto de haber sido torturada a palos y quemaduras. Sus investigaciones llegaron a descubrir cincuenta cadáveres sepultados en las inmediaciones del castillo.
En el sótano encontraron muchas víctimas aún con vida, terriblemente torturadas y con suficientes cortes como para atestiguar que habían servido de fuente de bebida para la condesa Báthory. Vieron que en el sótano había un artefacto de hierro (jaula) con forma humana que en su interior estaba lleno de pinchos. Ahí metían a las chicas cuyos pinchos atravesaban sus cuerpos, alzaban la plataforma y la condesa se ponía debajo para ducharse con la sangre de las mujeres.
Habían construido en el castillo un sistema de canalización para que la sangre de otras de sus víctimas viajaran por los conductos hasta llenar la bañera de Elizabeth (Erzsébeth) Bathory. Otro metodo de totura que usaba era sacar a una de las chicas, desnuda, al patio en pleno invierno y odenaba a sus sirvientes que la lanzaran cubos de agua hasta que moria congelada.
Liberaron a las víctimas y siguieron sus pesquisas por las habitaciones, encontrando en una de ellas a la condesa con algunos hechiceros dedicándose a un nuevo ritual. Pudo tenerse conocimiento detallado de los hechos, no solo por los cadáveres amontonados por doquier, sino porque la Bathory había registrado minuciosamente sus actividades en un diario. Todos sus cómplices fueron ejecutados y Elizabeth Bathory (la nobleza era intocable) condenada a ser emparedada en un cuarto de su propio castillo.
Cuatro años más tarde falleció sin haber pronunciado durante ese tiempo de prisión una sola palabra. Un día decidió no comer más, y a los 54 años falleció de inanición en 1614.

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