Otra de esas peliculas ochenteras ...El club de los cinco

Pasan ya nada menos que veinte años desde que se estrenó en nuestro país El club de los cinco, quizás el filme más destacado de todo ese grupo de películas que a mediados de los ochenta proliferaban como setas en los estantes de los locales de moda —los video-clubs— y en las que un grupillo de rostros de guaperas aniñados venían a llenar los sueños y las carpetas de una generación, la mía, que suspiraba por vivir las mismas experiencias que ellos. Eran las famosas películas de la "brat pack" , cuyo impacto sobre los adolescentes fue quizás el más acusado de todos los que han provocado en la juventud de las décadas recientes las diversas oleadas de "generaciones" juveniles . Dejo de lado otro tipo de películas, también de universitarios, del mismo período que nunca me parecieron interesantes, comedias pretendidamente hilarantes en las que los jóvenes resultaban estúpidos y despreocupados cuerpos sin cerebro y en las que lo mejor estaba en crear las situaciones más alocadas, sin más pretensión que la de provocar la risa fácil y poco más (Porky's , Bob Clark, 1982; Los albóndigas en remojo, Up the Creek, Robert Butler, 1984).
El motivo de la mitomanía por la Brat pack fue, además de la búsqueda de referentes de los propios problemas en aquellos vividos por los héroes de la pantalla —hecho común a cualquier generación juvenil—, la irrupción en nuestras casas de ese maravilloso aparato llamado magnetoscopio. Aquello fue, al menos para mí, una experiencia sólo comparable en las décadas recientes a la arrasadora globalización mediática que ha generado Internet. Durante los primeros años ochenta, el "vídeo" —por entonces el concepto de "vhs" pugnaba con el de "betamax" y, algo más rezagado, con aquel fantástico "video 2000"— se encargó de hacer realidad los sueños de aquellos que, como yo, no podían ir regularmente al cine y debían conformarse —de muy buena gana, todo hay que decirlo— con los westerns y grandes clásicos hollywoodienses que disfrutábamos semanalmente en la "Sesión de tarde" y en "Sábado cine" —que el señor Ibáñez Serrador me disculpe, pero a la hora que emitían sus "terrores" yo debía estar ya durmiendo, aunque muchos ellos los pude disfrutar por la rendija de la puerta de mi habitación...—.
Pues sí, yo también quedé hipnotizado con todas esas películas, y aunque con el tiempo los gustos y las preferencias cambian, aún me queda en el recuerdo la maravillosa sensación que experimentaba cuando veía en esas historias el cumplimiento de unos sueños que en nuestras realidades no eran nada frecuentes, aunque sí muy deseados. Para una adolescente de aquellos años, ver cómo una chica del montón (Lori Loughlin en Admiradora Secreta, Secret Admirer, David Greewalt, 1985) conseguía que el chico de sus sueños, para más inri su mejor amigo y confesor de sus secretos, (Thomas C. Howell), se enamorase finalmente de ella y se olvidase de la "guapísima" y "tontísima" de la clase, era algo que sólo podía ocurrir en el cine, pero al menos nos permitía soñar despiertas durante un rato. Molly Ringwald (La chica de Rosa, Pretty in Pink, Howard Deutch, 1986) fue otra de nuestros alter egos soñados, o Mary Stuart Masterson —una actriz que siempre me ha parecido espléndida y cuyo talento me parece haber sido desperdiciado, como muchos actores y actrices de esta generación— (Una maravilla con clase, Some Kind of Wonderful, Howard Hughes y Howard Deutch, 1987), o Ally Sheedy, Demi Moore, Lea Thompson... Pero estas películas no sólo provocaban suspiros amorosos, no. En casi todas ellas se plasmaban situaciones que podían extrapolarse a las vividas por nosotros, ya sea por afinidad como por contraste. Cuando se trataba de esto último, solíamos ver cómo se cumplían nuestros sueños: el chico o chica que queríamos era conquistado, la universidad futura se presentaba como un paraíso de libertad, profesores enrollados, noches locas, coches lujosos..., los amigos eran siempre los mejores, los padres más comprensivos, etc. Era la América de Reagan, ese sueño dorado en el que se le inculcaba a los jóvenes que cualquiera podía triunfar, siempre que fuera, claro está, inteligente, buena persona y por supuesto blanco. Pero estas películas no siempre acompañaban este sueño americano del "querer es poder", algunas veces ocurrían situaciones que no nos hacían soñar, sino que nos obligaban a pensar en nuestras propias vidas, y veíamos entonces cómo alguien, aunque este alguien fuese al fin y al cabo algo inerte, una pantalla que habla pero no escucha, nos hacía sentirnos comprendidos en nuestras miserias, en las dificultades que teníamos para hablar con los adultos, para desprendernos del cliché que los demás veían en nosotros o para lograr mostrarnos como realmente queríamos ser. Era entonces cuando entre la trivialidad habitual vivida por unos jóvenes americanos que eran falsamente inventados e inocentemente adulados por nosotros, aparecía de vez en cuando alguna obra extrañamente incómoda, películas del mismo género que trataban de decir algo más profundo, de jugar con esa realidad arquetípica y falsa de instituto o universidad de cartón piedra para volverla del revés y analizar su lado oculto. Fueron filmes que lograron quedar en el recuerdo más que como pertenecientes a un género concreto, como piezas aisladas que sobresalían de los clichés utilizados en las películas de la época. Así, por ejemplo me resultaron especialmente memorables filmes como St Elmo, punto de encuentro (St. Elmo's Fire, Joel Schumacher, 1985), Class (Lewis John Carlino, 1983), la que ahora comentamos El club de los cinco o las más alejadas del género universitario, aunque igualmente valiosas como testimonio de una juventud mucho menos idílica de lo que otras obras pretendían: Rebeldes (The Outsiders, Francis Ford Coppola, 1983); La ley de la calle (Rumble Fish, Francis Ford Coppola, 1983) o la adaptación de Brett Easton Ellis Golpe al sueño americano (Less than Zero, Marek Kanievska, 1987). Todas ellas (quizás Class la discutiesen muchos, aunque yo la recuerdo mucho más amarga de lo que se dice), dejaron en mí una huella imborrable, apartándose de las demás películas de adolescentes/jóvenes que se basaban en repetidas situaciones y personajes sin fondo.
El club de los cinco se mantiene en el recuerdo de muchos como la mejor película de adolescentes que se realizó a mediados de los ochenta y para algunos, entre los que me cuento, una de las obras más notables de toda la década. Su mejor baza son sin duda los personajes, pero esto no tiene ningún valor por sí mismo, sino que lo cobra enmarcado en una situación y en un contexto determinados. Así, lo más interesante de El club de los cinco fue precisamente que John Hughes, —director y guionista, autor por lo demás de algunas de las mejores obras del género entre las que ya se ha citado algún título—, decidió sacar a cada uno de estos arquetipos de su función habitual, reunirlos en un mismo espacio y equipararlos los unos a los otros como a iguales, aislados del grupo que normalmente les da cobijo y soporte. Esta reunión se convertía así en una especie de terapia de grupo en la que cada uno de ellos mostraba su esencia y el rol que normalmente le tocaba desarrollar, tanto en estas películas en las que sus perfiles quedaban reducidos al mínimo trazo, como en la misma sociedad a la constantemente aludían sus personajes. Pero algo más se iba gestando a lo largo del filme y el retrato superficial del arquetipo dejaba paso a otro análisis mucho más profundo, el de una juventud desencantada, cargada de problemas y necesitada de atención, unos adolescentes que, al fin y al cabo compartían las mismas inquietudes, carencias afectivas y desilusiones ante una misma sociedad adulta que les desatendía y les culpabilizaba de sus propios errores, fallos todos que no eran más que el reflejo de sus miserias y la causa de la injusta exigencia de hacer de ellos lo que estos padres nunca fueron.
El argumento del filme es sumamente sencillo: cinco adolescentes deben reunirse un sábado en la biblioteca de su instituto para cumplir con el castigo de pasar allí el día encerrados como pago a las diversas gamberradas o faltas cometidas por cada uno de ellos. Estos cinco chicos constituyen el reflejo perfecto de cinco perfiles impuestos socialmente, roles a los que ellos se han acogido sin casi quererlo, llevados por las circunstancias de una situación económica, social y familiar que les ha colocado indefectiblemente la etiqueta que les va a propiciar su valor, reconocimiento o la falta de ambos por parte de la sociedad que ellos mismos construirán en el futuro. Reunidos en la biblioteca, un profesor —casi un instructor militar— les dicta su "condena": los chicos deben reflexionar sobre sí mismos y plasmar las conclusiones de este autoanálisis sobre un papel. Ninguno de ellos está dispuesto a hacerlo, por supuesto, puesto que todos saben que la verdadera naturaleza de sí mismos no le importa a nadie y que lo que en realidad les están pidiendo es que reconozcan y asuman ese papel ficticio que les ha tocado interpretar en la vida. Los cinco perfiles son los siguientes: Brian Jonson (Anthony Michael Hall) es el "cerebro", el chico inteligente y empollón al que las chicas ignoran y cuyo círculo de amigos se reduce a los que son como él, puesto que los demás les consideran como un género a parte, un grupillo de gente rara sólo interesada por los números y la física; Claire Standish (Molly Ringwald) es la "princesa", la chica más popular del instituto, la típica reina del baile de final de curso, afortunada en conquistas, rebelde en actitud y líder de un grupo de chicas que siguen sus pasos a pies juntillas, una adolescente aparentemente frívola que esconde tras esa superficie de adinerada hija de papá una persona en realidad vulnerable e insegura; Andrew Clark (Emilio Estevez) es el "atleta", el deportista estrella de su instituto, en este caso no el capitán del equipo de fútbol, sino el campeón indiscutible de lucha libre, un joven que debe el respeto que los demás le profesan al temor que impone con su fuerza y a la admiración secreta de los que desearían estar en su lugar, en el que la exigente demostración de su valía le hace renunciar a sus verdaderos sueños; John Bender (Judd Nelson) es el llamado "criminal", el rebelde, el que pasa más tiempo fuera del instituto que dentro, aquél a quienes todos temen por sus actos de violencia y a quien desearían ver hundido en la miseria y el fracaso que aparentemente merece, aunque tras él se esconda una persona mucho más valiosa que la mayoría; y por fin Allison Reynolds (Ally Sheedy) es la "inconformista", esa chica en la que nadie fija nunca los ojos, de apariencia sucia y descuidada e instintos suicidas, considerada por todos como la rara del grupo, aquella a la que nadie presta la más mínima atención o, si lo hacen, como probablemente haría el grupo de Claire, sería para reírse de ella o gastarle bromas pesadas.
Estos cinco son los perfiles en los que se ha encasillado a estos jóvenes, los roles sociales que les ha tocado desarrollar y a los que se deben acoger si no quieren tener problemas con los de su misma categoría. Cada uno de estos perfiles es esbozado en todo lo que rodea a sus personajes: los gestos, los comentarios, la manera de hablar o reaccionar, la manera de vestir, los elementos que cada uno lleva en la cartera o en el bolso... Todo este dibujo arquetípico compone la primera parte de la película y todas las situaciones mostradas, desde los diálogos iniciales hasta el momento del desayuno, por citar sólo dos ejemplos, gira alrededor de este objetivo. No obstante, el prólogo de la película, el momento en que cada uno de los chicos es dejado por sus padres en la puerta de la biblioteca, funciona de anticipo perfecto a lo que realmente constituirá la esencia del filme: cada uno de los papeles que los chicos deben cumplir en sus vidas se explica por la relación que mantienen con sus padres. Así, Claire es lo que es por ser hija de un matrimonio rico y mal avenido, de unos padres que se odian entre sí y que utilizan a su hija como arma para dañarse mutuamente, haciendo cada uno con su educación lo contrario que hace el otro, sin pararse a pensar en lo que realmente ella necesita. Claire es una consentida que se avergüenza de serlo, que dice rotundamente que jamás será como sus padres, pero que se sabe inevitablemente condenada a ejercer ese papel de superior condición y superficial conducta en la sociedad. En realidad no está dispuesta a luchar contra el sistema, y por ello es la más cobarde e hipócrita, aunque pretenda ser la más realista, cuando les afirma a sus compañeros que la amistad nacida entre ellos será vencida por las circunstancias, y que el cariño de ese día se truncará en la indiferencia obligada que sus respectivas posiciones en la pirámide social les ha hecho desempeñar. Pese a que nunca olvide a esos cuatro jóvenes que fueron realmente sus verdaderos amigos , Claire acabará siendo esa mujer que, como su madre, se conformará con un marido conveniente al que nunca amará realmente, una mujer que jamás renunciará a lo que debe ser pese a que con ello sacrifique su propia felicidad. Andrew, por su parte, vive frustrado por la necesidad de ser lo que su padre quiere que sea, el fuerte del grupo. Su padre vuelca en él todos sus fracasos, pretende convertirle en lo que jamás llegó él mismo a ser, disfrazando esto con el falso orgullo de haber sido el más temido y admirado por todos. El padre de Andrew odia a los débiles, seguramente porque él fue uno de ellos, y por eso pretende que su hijo vengue las ofensas recibidas convirtiéndole en un salvaje que es capaz de humillar a sus compañeros más indefensos con vejaciones que le avergüenzan y le hacen sentirse como un monstruo. El caso de John es el del típico hijo de familia desestructurada, el que crece entre chillidos y malos tratos y convierte él mismo la violencia en su propia coraza contra el mundo. John es aquél chico al que nadie quiere a su lado y al que todos temen, la escoria del instituto, el futuro fracasado que todos ven ya pasando sus días en la cárcel. Pero él es algo más, una persona tierna e inteligente, un valor en sí mismo injustamente condenado al fracaso y al olvido por parte de todos, el ejemplo perfecto de que el concepto de reinserción social es uno de los problemas más evidentes de una sociedad que no piensa tender la mano a los de abajo. Por último, Brian y Allison son los que más se parecen entre sí. Ambos quieren ser parte del grupo, pero son rechazados por su condición de diferentes y débiles. Brian vive obligado por su familia a ser el mejor estudiante, el más brillante en resultados de toda la clase. Es por ello que el fracaso es algo demasiado duro para él, una vergüenza insoportable que le lleva a pensar hasta en el suicidio —Brian será, pese a algunas diferencias de perfil, el símil de esos grupos de adolescentes criminales, raros marginados que van a la suya con sus aficiones y sus fobias, que han protagonizado tantas historias reales de terroríficas matanzas en los institutos americanos en los últimos años—.
Allison también muestra instintos suicidas, aunque al contrario que Brian, cuyo secreto dolor no ve nadie, ella se esfuerza por mostrarle a todo el mundo que es capaz de llegar a lesionarse, intentando solamente con ello llamar la atención de un entorno, familiar y social, que la ignora completamente. Allison es el personaje más tierno, el más frágil y el que más sufre la realidad que la rodea. Es ella la que realmente, pese a mostrarse arisca y distante en un principio, entrega rápidamente su corazón a los que le muestran una mínima señal de afecto. Por todo ello, este personaje será el que realmente se redima, el que al final se quitará el disfraz para convertirse en la chica dulce y cariñosa que en realidad es , y la que consiga —quizás también Andrew, quien acaba por ser su pareja— vencer la imposición de una vida que ellos mismos no desean. Es lo contrario que les sucederá a Claire y John, ambos enamorados entre sí pero conocedores de que sus destinos deben seguir sus propios cursos, quizás por ser su amor demasiado imposible para sobrevivir en un mundo que acabaría por destruirlo. Brian seguirá también su camino, pero al menos habrá aprendido a aceptar sus cualidades, aquellas que nadie veía pero que él ha logrado conocer al verse comparado con los demás: "...eso me hace pensar que Allison y yo somos mejores que vosotros", dice Brian cuando los cinco discuten qué será de ellos al día siguiente y los otros tres ven con escepticismo la conservación de su amistad. Ellos serán los más valientes, los únicos que conseguirán seguro vencer su destino y erigirse en dueños de sus propias vidas, al aceptarse realmente como son y luchar contra todo aquél que pretenda cambiarlos o ignorarlos.
El club de los cinco reflexionaba pues sobre los perfiles sociales de la adolescencia americana, sobre esos personajes hartamente representados en el mismo género de películas que la juventud veneraba por aquel entonces. Pera la película dirigía esta reflexión no hacia los jóvenes en sí mismos, quienes sabían de sobra que la sociedad los encasilla injustamente en un grupo con el que a menudo no se sienten identificados, sino hacia esos adultos que veían en ellos sus propios errores, que deseaban corregir mediante sus imposiciones aquellos fallos que les hicieron escoger en determinados momentos de sus vidas caminos equivocados. Es así el personaje del profesor (interpretado a la perfección por Paul Gleason), —quitando las breves incursiones de los padres al inicio del filme— el encargado de representar a esa sociedad adulta que pretende modelar a su gusto a sus jóvenes sucesores. Los mayores ven sólo en sus hijos el reflejo de ellos mismos a su edad, y por ello desean y exigen a toda costa que se conviertan en algo que realmente no son, propiciando con su imposición que cometan las mismas equivocaciones y fracasos que ellos mismos cometieron. Pero El club de los cinco no dirigía sólo su mensaje hacia una sociedad ni a un contexto determinado. Si aquellas comedias románticas de adolescentes de instituto que nos hacían forrar las carpetas con rostros perfectos, resultaban para nosotros como un sueño lejano que hubiéramos querido vivir, El club de los cinco se convertía en este caso en una bofetada que nos devolvía a nuestra propia realidad, quitándole ese disfraz mítico a cada uno de los personajes que adorábamos para convertirlos en miembros de nuestro propio entorno, personas casi reales que podíamos identificar entre nuestros propios compañeros de clase.
Con los años, la edad adulta me ha hecho ver este filme desde otro punto de vista, esta vez desde el del profesor que vuelca su propia frustración en el poder impuesto hacia unos alumnos a los que casi parece odiar. El destino ha querido que mi papel en la vida sea precisamente el de "educadora" de una juventud en la que seguimos identificando y etiquetando injustamente a sus miembros. Y no es que la frustración nos haya ganado —espero no convertirme jamás en un ser tan espantoso como el profesor Vernon, quien es capaz hasta de amenazar con una paliza al supuestamente violento John, descubriéndose así él mismo como el verdadero peligro—, aunque es uno de los riesgos a los que nuestro futuro docente nos enfrenta y a los que nos da más miedo llegar a caer algún día. Entre los que, como yo, nos dedicamos a tarea de intentar educar a los jóvenes, son comunes las frases: "¡Los alumnos ya no son lo que eran! Ahora son más exigentes, ahora son más egoístas, ahora no se interesan por nada..." Eso mismo repite el profesor Vernon al bedel Carl (John Kapelos) cuando se queja del esfuerzo cada vez mayor que debe hacer para educar a sus alumnos. La respuesta de Carl no puede ser más acertada, y pesa como una losa por la verdad que en ella encierra: "...vamos, los chicos no han cambiado, ¡has cambiado tú!" le dice Carl. Nada más acertado, no hay duda. Y digo yo: ¿no se nos morirá realmente el corazón cuando crecemos, como dice Allison? ¿Qué es realmente lo que nos hace considerarnos mejores que cualquiera de estos niños adultos? Yo creo que en realidad se trata de una cuestión de miedo, de la obsesión que a veces mostramos por ver amenazado nuestro mundo futuro en manos de quienes no merecen nuestra confianza. Nada más injusto y erróneo. La experiencia me ha hecho ver que hay mucha belleza en el interior de cada uno de nuestros jóvenes, hasta en el del más aparentemente problemático. Pese a que haya costumbres diferentes, pese a que los hábitos culturales no sean ya los mismos, pese a que las diferencias superficiales sean cada vez más evidentes entre nuestra (mi) generación y la de los adolescentes y jóvenes que pasan por el duro trance de aprender a ser adultos, estas diferencias no nos convierten en mejores que ellos. Bien pensado, las etiquetas iniciales que todos ponemos a los alumnos el primer día de clase se van disolviendo a medida que los vamos conociendo —si es que estamos dispuestos a ello— y al final siempre nos sorprende descubrir en cada uno a un ser único e irrepetible, personas que, pese a ser jóvenes, quizás inmaduros, quizás también algo irresponsables o egoístas, pese a aparentar ser Claire, John, Brian, Allison o Andrew, no han perdido aún la ilusión y la inocencia que a todos alguna vez se nos escapa en la edad adulta. Al fin y al cabo, todos somos en el fondo tan iguales como diferentes, sólo extraños sin nada en común, excepto los demás.

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